La función del nombre propio en la obra de Joyce y en la teoría de Lacan.
Autora: Elizabeth Barral
Editorial: Letra Viva
Reseña
Podremos constatar en el siguiente texto que la autora emprende un vasto recorrido, minuciosa travesía, a partir de la pregunta que da título al libro: ¿Qué hay en un nombre? Que lejos de referir al patronímico o a la concepción coloquial de hacer conocido un nombre, el nombre propio o el “hacerse un nombre” entraña las operaciones más agudas, afiladas e inventivas del ser parlante. Operaciones que despliega dedicada y novedosamente, a partir de lo que va encontrando el hilo de Ariadna que nos permitiría salir de ciertos atolladeros en que nos sume la experiencia de un análisis, y así: rescatar y dar toda su dimensión al hecho de trabajar la palabra hablada con escritura. Porque trabajar la palabra hablada con el escrito, constituye lo esencial de la manera de laborar del inconsciente, por escribir el trazo que el sujeto aísla de aquello que ha sido escuchado, de aquella palabra hablada que lo recibe en su advenimiento. Algo de ello es lo que la autora encuentra en la escritura joyceana, por el particular tratamiento que éste da a la palabra, y al que ella suscribe, poniéndolo a jugar en nuestra clínica. Avanza dando un paso más, al proponer tratar la voz como objeto “a” con la escritura. Lo que habilita un sitio privilegiado para lo inaudible y lo indecible, no sólo en la poesía –cosa que alumbra en su trabajo de la prosa poética de Joyce– sino en la clínica psicoanalítica. La voz como objeto, semblante del a, es un tema que alcanza, según mi parecer, el punto de desarrollo más logrado en su propuesta de cómo leer el “trueno” joyceano. Haciendo un exquisito planteo en torno a concebir el “trueno” como semblante y el “trueno” de la escritura, el de letras –mil y una letras para escribir los múltiples truenos– que llama, siguiendo a M. Teruggi, polisílabo tronante. En un ejercicio más que esclarecedor, hipotetiza la localización del polisílabo tronante como encarnación de las figuras de Dios, el Uno o Nombre-del-Padre. Silvina Di Serio
Presentación del libro: ¿Qué hay en un nombre? de Elizabeth Barral.
Producción Carla Aquilanti
Presentación del libro: ¿Qué hay en un nombre? La función del nombre propio en la obra de Joyce y en la teoría de Lacan. Elizabeth Barral. Museo del libro y de la lengua - 1 de septiembre 2023
¿Travesía o salto?
Estamos ante un libro que es un aporte al psicoanálisis, porque parafraseando a Deleuze inventa una trama (un pueblo) que falta. Y con esa invención lejos de suturar testimonia la falta que nos hace Joyce.
Comienzo por mi afectación, el efecto de lectura en mí de este libro, el más concreto, haberme causado ir a comprar el Finnegans Wake, libro que no me animaba a tener ni en el estante de la biblioteca. ¡Gracias! Recorrer este libro ha transformado el susto en gusto. Fue una bisagra.
Intentaré compartir con ustedes algunas aristas de la plurabelle de cuestiones que este libro desarrolla. Elizabeth lee a Joyce, y es desde ahí que escribe, alentando al lector a abrir ciertos enunciados que circulan para no repetirlos como fórmulas vacías.
El libro presenta una estructura más que bífida, tratándose de Joyce: trífida, “trifid tongue” (lengua triple).
En una estructura de tres: Una Travesía Joyceana y Palabras para Joy, nos encontramos ante dos grandes tramos separados por un Salto. Sería posible pensar 4 puentes imaginarios que nos ayuden a seguir el curso que propone el fluir de su escritura. Como el Río Liffey, que divide en dos y cruza Dublín desde las montañas hasta su desembocadura en el mar, así discurre este libro, como un río que atraviesa y fertiliza el terreno con propuestas y letras vivas:
1-“El Canto inaudible de las sirenas”, 2 – “El Nombre del Padre Trueno”, pasando por 3- “a-bordear la voz” y 4- el Empuje a la escritura, como un empuje a tachar, a Barrar y una pregunta que acompaña el texto como un ritornello: - Barral, ¿Qué hay en un nombre?
Nos propone el empuje a la escritura- (Puente 4) como aquello que en un sujeto apunta a localizar un cifrado, a hacer cifra. Con el cuidado de diferenciar lo que Joyce nos enseña de su relación a la letra, del riesgo de homologar su personaje a su persona. Elizabeth localiza una pregunta que abre un surco entre tanta habladuría psicoanalítica: ¿Qué podemos decir de Joyce a partir de su escritura? Situando una posición ética que sostiene en el desarrollo del libro: ¿Cuál es la frontera a partir de la cual caemos en el psicoanálisis aplicado? Propone una posición superadora del hiato: personaje o autor. Nos sugiere que tal vez, no nos sea pertinente preguntarnos si eso habla del personaje o del autor, pues eso habla, y eso es un impersonal. Ahí reside el interés por Joyce literario, por lo que hace con eso cuando nos da a leer sus artificios de escritura.
Joyce se nos hace necesario, porque trata la voz como objeto a con la escritura. Considerando que entre lo oral y lo invocante se juega la dimensión pulsional que articula hablar y oír. Elizabeth nos propone pensar el tratamiento de la palabra hablada y de las voces que nos han hablado como un a- bordear el objeto voz. (Puente 3) Y nos muestra el uso novador que hace Joyce con lo que se conoce como el monólogo interior o fluir de conciencia. Joyce escribe el runrún de nuestra mente. Artificio logrado, lo llama Elizabeth, en tanto logra hacer pasar una verdad al campo del Otro. La obra de Joyce produce un TAJO en el terreno de la literatura, y aún más, en el de la lengua, después de él ya nada es igual.
No obstante, surgen un tronar de preguntas en torno a si la escritura en Joyce es como dicen algunos analistas, ¿una defensa a lo traumático de la lengua? ¿Una defensa a lo real del lenguaje? ¿O lo real del lenguaje es aquello a lo que apela para agujerearlo, para producir corte y tachadura?
No es sencillo navegar la escritura de Joyce, produce olas tan grandes que salpican hasta los huesos.
¿Travesía o salto? Salto
El salto a diferencia del pasaje implica una discontinuidad. En matemática se habla de salto al límite cuando hay una hiancia insalvable. Es Butes, rescatado por P. Quignard de las aguas del olvido, que Elizabeth toma como el Salto que es el salto del no retorno. Butes se zambulle en el mar de la pérdida, sin volver atrás, mostrando lo no reversible del acto.
1, 2, 3 y el 4 es el Salto. Como en Ulises, el cuerpo aparece en el episodio 4. En este libro el 4 es el Salto. Es que no hay salto – acto sin cuerpo. Y entonces evoqué un cuadro que quiero compartir con ustedes. Con vos Elizabeth: “Un Gran Splash” (A bigger Splash)
Obra del artista y escenógrafo británico David Hockney. Es un cuadro de grandes planos de color donde del agua brota una gran salpicadura. No hay figura humana, solo un gran splashhh que emerge como traza de un cuerpo que se ha zambullido en el gran cuenco de agua. El sujeto está implícito en el cuadro, afanísico. Estamos un segundo después del arrojo, la presencia de ese chorro de agua es el borramiento de la huella que hace existir un sujeto. El borramiento del carácter figurativo hace aparecer el carácter letrino: splashhh. Salpicadura del Bavardage donde las palabras babean, espuman, eclaboussement, estallan, salpican, porque las palabras tienen consecuencias. Es Butes, un bout, pedazo de real inapresable que la deformación, el error, y la forclusión de sentido hacen entrar como función de escrito.
Splashhhhh- shhhhh.
Un splash crea el abismo donde se precipita el silencio shhhhhhhhhh.
Elizabeth propone un Salto de la narrativa a la lógica. En ese agujero en el origen, hay un silencio primordial. Tiene que introducir la lógica que fundamente la noción del Uno. En el inicio: “Existe Uno que dice que no”. Nominación que hace tope, pone límite. Introduce una imposibilidad. El Nombre del Padre – reúne el nombrar y negar. Al inicio el No, lado masculino de las fórmulas, ¿Y del lado femenino?: “No hay una que no esté castrada”, es Molly que dice Yes! Es el Yes! El Sí a la castración. Elizabeth nos recuerda que esta formulación discursiva se sostiene de significantes matemáticos, que a diferencia de lo significantes sexuados – marcados por lo fálico- muerden de otro modo lo real. Es porque existe ese significante no sexuado congruente a un significante asemántico, significante Padre como necesidad lógica de que exista ese “al menos uno que no”, Uno que permita inscribir la inexistencia a posteriori.
Y entonces ella también Salta, se arriesga y nos propone una lectura del 4, como cuarta cuerda cumpliendo la función del Uno que hace excepción. ¿Sería posible suplir o hacer las veces de esa función con la escritura?
En Joyce los lapsus lejos de ser espontáneos son artificiosos. Elizabeth asume que se le puede objetar que la producción de Joyce no puede asimilarse a las formaciones del inconsciente, y es verdad, nos dice. Pero intenta dar cuenta de qué se trata. Joyce se hace artista, se crea a sí mismo. Se hace artífice del nombre, pero además disuelve la función de nombre como patronímico para volverlo un nombre común, y quitarle la ligazón al carácter identitario que tiene el mismo. Cobrando aquí relieve la fonación. Elizabeth se pregunta, nos pregunta: ¿la escritura en Joyce no hace las veces de dar existencia y consistencia a ese agujero de la estructura?
¿Travesía o salto? Travesía
Un punto de partida: Torre Martello de madrugada, a unos km de Dublín, bordeando la costa. Vestigio de lo que fuera parte de una formación de defensa, cual muro del lenguaje ante la amenaza invasora del enemigo.
Torre Martello. Aquí comienza el Ulises. Stephen ha salido sin las llaves de donde vivía y no puede volver.
Torre Martello. Elizabeth emprende la travesía. Una travesía que dice parecerle imposible, ya no hay llave ni hoja de ruta. Una pregunta hace de anclaje al trayecto que se va trazando al escribir. Una pregunta como hueco que traza el enigma con la que se arroja el navío al mare tenebrosum, como llamó Dante a las aguas de la Odisea: ¿Qué hay en un nombre? Y resuena la voz de Shakespeare cuando su Julieta descubre que Romeo es un Montesco.
“¿Qué es un Montesco? No es una mano ni un pie. Ni un brazo ni una cara, ni ninguna otra parte. Que pertenezca a un hombre. ¡Ay si tuvieras otro nombre! Lo que llamamos rosa con cualquier otro nombre tendría el mismo dulce aroma.”
¿Qué hay en un nombre? es lo que nos preguntamos en nuestra niñez cuando escribimos el nombre que nos han dicho que es el nuestro. William Shakespeare: ¿Qué hay en un nombre? Will (deseo) iam. Pregunta que Elizabeth irá hilando hasta mostrar la trama, el laberinto rizomático que se compone.
Se le hará necesario desplegar el hilo que se teje entre el Nombre del Padre y la función del Nombre Propio. El nombre, insiste Elizabeth, no debe confundirse con el patronímico, sino que es aquello que hace a la nominación de un goce, lo que es también un goce que nomina.
(Puente Uno) El Canto inaudible de las sirenas: Sirviéndose de la novela Ulises, Elizabeth nos enseña a leer que subyacente a esas letras que hilan palabras late el canto inaudible de las sirenas: la voz de la palabra poética. Nos muestra como Joyce trabaja la palabra con la escritura. Hay innumerables artificios, onomatopeyas, palabras valijas, análisis sonoros, equívocos, homofonías. Las epifanías que, como destellos poéticos, fulgores de lo cotidiano, Joyce recoge como germen para su escritura.
Le interesa que apreciemos la diferencia entre construir una voz poética, y la escritura de un alegato o defensa. En el escritor de literatura hay un proceso de sustracción, de borramiento, de desaparición, en el que ya no encontramos al sujeto que habla, sino otra cosa, ¿un Splashhh?
Joyce, nos dice Elizabeth, nos hace sentir la maquinaria del lenguaje triturando lo que penetra en el oído: Del sonido al lenguaje una transcripción, juegos de palabras donde juega con el sonido, fonemas que se repiten y escribe como letras que translitera, lee con lo escrito equivocando: tomb/ womb -tumba/ útero. Con dos palabras tumba y útero disemina una significación a lo largo de ese episodio. Y entonces vemos que juega, equi-voca: Moomb – oomb -alwombing tomb - womb tomb, se repite -omb- que queda fuera de sentido para que pueda funcionar y dejar pasar la huella de la voz poética.
(Puente Dos) El nombre del Padre Trueno: Elizabeth ¡salta! Cual Butes se arroja, se arriesga, tropieza, salpica y se deja hacer por el texto, navegando bajo la bruma. Lee a Joyce desde la oreja. Entra al caosmos del Finnegans wake con la honestidad de estar ante una obra inmensa que parece haber atravesado o perdido los límites de lo posible. Es muy difícil saber quién habla, de qué habla, solo se encuentran destellos. En ese magma palabreril, por momentos hay páginas de palabras abarrotadas, fortalezas impenetrables, pero también repeticiones, como las composiciones musicales que trabajan con la repetición de la frase musical alterada, que secreta, susurrante, detrás de las variaciones marca el pulso de lo real.
En Finnegans Wake: es la caída. Con variaciones del mismo tema, una misma frase deformada, un trozo de un cuento, el estribillo de una canción, pasando de un tema sencillo a una obra inmensa.
Hay un indecible que se repite, se repite, se repite y no se termina nunca de decir, ni de aclarar. Elizabeth nos dice: Concluimos el libro sin saber si esa carta manifiesto (encontrada por una gallina que picotea un basural, esa letter- litter), terminamos sin saber si la carta de Anna Livia es de acusación o de disculpas a su marido.
Elizabeth nos propone entrar en la selva espesa del Finnegans y leerlo como un sueño, pero no un sueño contado sino el sueño mismo. Como si se hubiera propuesto escribir el inconsciente. No coincide con la idea de un inconsciente a cielo abierto, pues la escritura de esta obra está demasiado calculada. Nuevamente nos invita a interesarnos por el artista. A no interpretarlo sino a escuchar esta noche oscura del Finnegans como un sueño, un sueño ¿sin soñador?
Elizabeth remarca y enmarca la escritura de Joyce como un acto político en el campo de la literatura y de la lengua. Un acto donde hay un proceso de sustracción en el que ya no encontramos al sujeto que habla, sino otra cosa, la voz poética: Se dice, se cuenta, se murmura, pero sin un quien que asuma el decir. De nuevo, ¡¿Un Grand Splashhh?! No hay personas, sino la salpicadura del bavardage, el artificio.
Es un lujo contar con el trabajo que Elizabeth se toma con esta trama impredicativa donde los personajes son uno y múltiples. De una delicadeza y agudeza que correría el riesgo de ponerme a construir mi propio laberinto - versión del Finnegans, los invito a que recorran el libro por ustedes mismos. Y tengan la posibilidad de experimentar como ella es una Butes que se zambulle buscando palabras – detritus, o palabras -perlitas en las flotantes aguas o yendo hasta el fondo.
Sí, me voy a referir al motivo de la composición que se repite: la caída. Una caída que trona.
Es la caída de Humpty Dumpty de Lewis Carroll del muro, el estruendo de la caída y como corre el rumor como un río. Es la caída del padre en desgracia, del personaje del padre Earwicker al que se le mete el bicho - insecto como un grano en el oído. Pero también es la caída del andamio del albañil Tim Finnegan que en su propio velatorio recibe la salpicadura de la caída de una botella de whisky que lo despierta. Tema de una balada que Joyce hará suya. Wake es velorio y también el despertar. Y la genialidad de Joyce es hacer de eso una caída que trona, que se hace oír en la palabra trueno.
En ese riverrum riverrante, en el que una frase termina al comienzo, o empieza al final como un continum, lo primero que acontece es una caída y el trueno en simultáneo que Joyce vuelca en el papel como un monstruo verbal hecho de 100 letras que transcribe. Transcribe el sonido y la raíz de la palabra trueno en varios idiomas.
Un trueno nombrado, una composición letrina fuera de sentido. Si me detengo en esta invención joyceana: la palabra trueno, una palabra onomatopéyica es por el trabajo que hace Elizabeth con este polisílabo. Haciendo una lectura innovadora, vivificante de la letra, sacude y hace caer una pila de frases muertas que redundan en torno a Joyce. Se pregunta: ¿Por qué a Joyce le fue necesario escribir el trueno? ¿A qué asistimos con esta escritura? Un trueno nombrado, hecho de letras que entreveran voces y nombre, nombre y sonido. La voz de Dios encarnada en el Trueno al caer en las redes de la palabra monstruo, ¿hace posible mostrar la brecha que separa la voz del padre y el Nombre del padre? Diferenciando así lo que da en llamar un trueno murmurante de un trueno semblante. El trueno BABABA joyceano del trueno DADADA Upanishads.
Elizabeth nos recuerda que tanto Stephen, como Joyce tenían temor a los truenos, también Vico. ¿Hijos del mismo padre trueno?
Habría un traumatismo para todos, pero en Joyce además de sacarse de encima el parasito lenguajero, insiste en producir agujero, un agujero lenguajero. Entonces, ¿Porque se piensa la relación de Joyce al lenguaje como un déficit, como algo que habría que arreglar?
Y entonces, otra vez, cual Butes abandona la compañía de los otros Argonautas y salta, no sigue la orden Órfica, el estribillo religioso, y Salta. Dice: “Elijo leer la producción del escritor como acto, no como defensa”. Cada uno elige la vía por donde tomar la verdad. Entonces continúa haciendo oleaje: ¿Se defiende de lo que lo atormenta – los truenos?, ¿o se aferra a ellos para producir corte, escansión en su texto? Si aceptamos que no se trata de una defensa, ni un intento de dominio sobre el carácter traumático del trueno, como ya observó Freud en el juego del fort-da de su nietito, es el carácter lúdico – gozoso lo que nos interesa.
Nos propone pensar el polisílabo tronante de Joyce como un significante que anuda porque hace acto y abre a la posibilidad de pensar en la encrucijada fóbica- el temor a la voz tronante- la posibilidad de hacer con el trueno escrito, un cifrado que barra.
Barral, ¿Qué hay en un nombre? Ese otro modo de Barrar es un Artesanado que posibilita hacerse un nombre. Y en el caso de Joyce, nos dice, ese otro modo es hacer pasar su joy, su jugancia, esa alegría que lo tomaba cuando escribía.
Hay muchos otros puntos - puentes para recorrer. Los que he tomado, se sabe después, son aquellos en los que he sido enseñada, interrogada o, que me han generado alegría y algarabía mientras los escribía. Se abren hoy la posibilidad de otros recorridos: Prosiga cada lector, y sondee su riqueza.
Para concluir, solo decirte Elizabeth que, así como la escritura de Joyce no está hecha para ser comprendida sino para producir tajo, la propuesta de este libro es un oleaje Liffey que anima al navío a no desistir en la arena.
Estamos ante un libro que es un aporte al psicoanálisis…
Silvana Tagliaferro
Elizabeth Barral
Psicoanalista.
Miembro de Lacantera Freudiana, espacio de psicoanálisis. Ex miembro de Letrafonía.
Hace años se dedica a investigar y trabajar la temática de la escritura en el ámbito del Psicoanálisis.
En el transcurso de dicha investigación coordinó durante años un taller dedicado a ello: Letra y Psicoanálisis.
Escribió artículos dedicados al tema que fueron publicados en libros, y en las revistas: Letrafonía y Espejos rotos.
Integrante del comité de redacción de la revista Letrafonía y Espejos rotos.
Dictó seminarios y talleres en Lacantera Freudiana, red de enseñanza de psicoanálisis.
Este es su primer libro.